La calle de los huertos

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La calle de los huertos

Las maletas, en perfecto orden, se alineaban en el cuarto de estar como guerreros mudos, esperando el destino de la próxima batalla. Los montones de horas invertidas recorriendo pasillos, en colas interminables ante ventanillas y despachos, se habían convertido en frágiles papeles ocupando el reducido espacio de la oscura y desgastada billetera. Si la suerte tuviera una sonrisa, no cabía duda de que, en ese momento, yo era su mágico destino.

Sin embargo, algo quebraba el placer de mi marcha. Quizás la misma sensación incómoda que se respira dentro de un traje demasiado apretado, o tal vez la huida precipitada ante una factura que no puede pagarse. ¡Eso es!, pensé, una deuda. Una deuda pendiente con mi infancia, porque ella era quien volvía a buscarme cada noche y tiraba de mí a través de los sueños, caminando conmigo la Calle de los Huertos, perdida en mi memoria con el paso vertiginoso de los años.

Al principio no le di ninguna importancia. Sin duda se trataba de un sueño como tantos otros, donde nada tiene pies ni cabeza. Imágenes deshilvanadas y confusas que me llevaban por un camino de tierra, sin veredas ni matorrales que marcaran las lindes, y después la bruma densa esparciéndose a mi alrededor, impidiéndome ver lo que había más allá de sus crenchas oscuras. Todo estaba quieto y silente, como en una fotografía plana y sin relieves. Sentí la terrible sensación del vacío y todo el desamparo de lo deshabitado. Tuve miedo, y desperté.

Pero los sueños siguieron acudiendo imperturbables. Cada uno de ellos significaba una continuación del anterior, proyectándose en extraños pasajes, del mismo modo que las series que circulan por los canales de la televisión.

Otra noche, vi a mi madre ordenando los muebles en la Casa Nueva. Yo comía pan y chocolate sentada en el borde de la acera. Éramos nuevos en el barrio y no tenía ningún amigo para jugar. De pronto, me levanté aburrida y empecé a caminar en linea recta por la calle desierta y calurosa. Ante mí apareció un camino bifurcándose hacia la derecha, cubierto de árboles y vegetación. Me quedé parada, sin saber qué dirección tomar, mientras mordisqueaba sin hambre el pan y el chocolate. Cuando levanté la cabeza descubrí que no estaba sola. Tres pares de ojos infantiles me miraban, retrepados en lo alto de un muro, con la misma curiosidad con que se contempla a un espantapájaros que, de pronto, da las buenas tardes.

No sabía qué decir, así que, tartamudeando, pregunté adónde conducía aquel camino. Se rieron de mí imitando mis palabras con sonidos atiplados y burlones. Sentí un ridículo espantoso y eché a correr hacia el camino con el bocadillo temblando entre mis manos, mientras los jaretones descosidos de mi falda golpeaban contra mis piernas.

Despierta sobre la cama, recordé perfectamente aquel suceso. Y el camino bautizado como la Calle de los Huertos. Mi territorio de juegos a partir de entonces y durante mucho tiempo. Con un suspiro, me acerqué a la ventana pensativa y confusa. La noche comenzaba a diluirse lentamente detrás de las abigarradas torres de los edificios. Los patios amanecían húmedos y brillantes bajo la calma gris. Un estallido rojo se filtró, de pronto, a través de los bordes brumosos de la noche que al fin era vencida y, en un instante, toda la ciudad emergió de las sombras como un gigante ramificado y silencioso.

La magia se materializó con el amanecer erizando mis cabellos. Nada tuvo importancia entonces, los títulos acumulados a fuerza de sacrificio robándole tantas horas al sueño. Ni el esfuerzo tenaz del ser humano por dominar las técnicas y comprender. La infancia me llamaba con voz queda, a través del recuerdo de todas aquellas estructuras y de todas las sabidurías alcanzadas. Sus insignificantes raíces hurgaban en mi cerebro arrancándole un instante lejano, perdido en la memoria. Y supe que antes de irme tenía que volver de nuevo a pisar la Calle de los Huertos.

Apenas me quedaban dos días para tomar el avión que me llevaría lejos, así que esa misma mañana tomé el autobús y fui en su busca sin saber muy bien lo que pretendía encontrar. Me costó mucho trabajo reconocer mi antiguo barrio. O mejor, lo que quedaba de él. Una inmensa maraña de autopistas cruzándose y retorciéndose en ondulantes puentes, elevados sobre oscuras y complicadas estructuras metálicas. Pensé que me había perdido, en aquella terrible metamorfosis.

Al fin, encontré una pequeña senda que bordeaba el enorme pie del puente más alejado. Durante un rato, caminé indecisa por la angosta abertura que se inclinaba hacia abajo. Súbitamente el aire se hizo más húmedo sobre mi rostro, y supe que nos habíamos encontrado al fin, mucho antes de que mis pupilas se estrellaran en la inmensa vegetación que permanecía imperturbable al tiempo y los cambios.

Durante algunas horas, quise retener cada palmo de su tierra, cada tallo y cada brizna. Empaparme de aquel estallido terroso y verde que había soportado la agilidad indómita de nuestros cuerpos menudos. Los incendiados rostros infantiles manchados de verdín. Sabía que jamás aquel encuentro volvería a repetirse.

Tomé el avión de las 18:40 de aquella tarde de setiembre. Mi vecina de asiento, una mujer de aspecto agradable y edad indefinida, charlaba por los codos, presa de una gran excitación nerviosa. Más tarde, supe que realizaba su primer vuelo para ver a su hijo, en Nueva York, después de cinco años de ausencia. Supe también, el increíble capricho del destino, porque ella había conocido a mis padres, y vivido en mi barrio. Durante el viaje tuvimos mucho tiempo, y hablamos de ello recordando rostros y personas que un día formaron parte de nuestra cotidianidad. Por supuesto, le hablé de mi reciente visita a la Calle de los Huertos, a modo de despedida. Me miró asombrada y me dijo:

—¿La Calle de los Huertos, querida? Sin duda estás en un error, porque esa calle hace ya mucho tiempo que no existe.

 

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Obra Completa
de María Teresa González

Esti llibru fue editáu pola Editorial Trabe nel añu 2008 coincidiendo col homenaxe a l’autora nel marcu del la Selmana de Les lletres Asturianes. Agradecemos a Trabe el permisu pa compartilu agora con tolos llectores. Amás préstanos agredece-yos tamién el sofitu pa cola llingua Asturiana y los escritores nesa llingua de toos estos años.